Domingo de finales de junio. Madrugo como casi siempre, con la disposición de dar un paseo. Camino directo hacia los Corralillos del Gas donde ya está puesto el vallado del encierro. Atravieso el Arga por el Puente de Curtidores en dirección al ascensor que te pone en el corazón de Iruñea. Para cuando llego a la calle Eslava son, más o menos, las 7 de la mañana. Al poco de haber dado los primeros pasos por el Casco Histórico me cruzo con un grupo de gaupaseras, ya de retirada. Errante, sin mapa ni ruta ni meta voy vagabundeando eligiendo calles al azar, caminando despacio por la vieja Iruñea. Faltan pocos días para la vorágine sanferminera y ya la noche anterior me dí cuenta del buen ambiente prefestivo que se respiraba por San Nicolás, Estafeta, Mercaderes Navarrería y la Plaza del Castillo. Entre cristaleras de bares y cafeterías veo mesas con sillas patas arriba y latinoamericanas jóvenes armadas con fregonas afanándose por recuperar la compostura higiénica de los locales. Los camiones del servicio de limpieza del Ayuntamiento rompiendo el relativo silencio mañanero escupiendo agua para cambiar la cara resacosa y sucia, a esas horas, de la ciudad. Dejo atrás la Plaza del Ayuntamiento donde tres guiris están haciéndose fotos y sigo con mi paseo. Va siendo hora de buscar un sitio para tomar un café. Me lo tomo con calma, me va a costar encontrar algo abierto. Un cuarto de hora después estoy delante del número 20 de la Calle Nueva. Hotel Maisonnave, leo en el luminoso. Entro en el bar sin vacilar y nada más cruzar la puerta me invade una sensación de bienestar que aumenta según voy fijándome en lo que me rodeaba. Una barra de madera con taburetes antiguos, sobre la cafetera un hermoso espejo ovalado y a los lados los botelleros. Una butaca corrida tapizada con gusto da la vuelta entera a una parte de la cafetería. Mesas antiguas con encimera de mármol blanco y sillas como las de los cafés de antaño. En la mitad dos grandes columnas decoradas con gresite y madera en su parte baja. Una especie de hogar en el camino urbano, o eso me pareció entonces. Le pido un café con leche a la camarera en la barra y me siento en una de las mesas pegada a un ventanal que da a la calle. Hay muy poca gente, una pareja de turistas con un niño de unos 4 o 5 años que afortunadamente es lo suficientemente silencioso como para no perturbar la paz del lugar. Otro cliente ensimismado en la lectura de un periódico y yo mismo.
Voy apurando el café mientras miro a la poca gente que pasa por la calle. Imagino vidas, o simplemente secuencias fragmentadas de esas vidas. Gente suelta, a solas con sus almas. Me acuerdo de aquel juego en el Born barcelonés, sentado con mi pareja en una terraza, intentado averiguar quién era rico entre toda la masa de gente que pasaba frente a nosotros. Me acuerdo de Bukowski y su manera de matar el tiempo en los aeropuertos imaginando a las mujeres que veía follando con él en las camas de las pensiones en las que vivió en L.A. Me imagino a Luis Buñuel a la hora del aperitivo sentado frente a un dry martini estimulando sus ensoñaciones en una de aquellas mesas. Este lugar a estas horas es tranquilo, cómodo, silencioso, con clientes poco comunicativos y camareros discretos, como al cineasta le gustaba. Supongo que sería de su agrado. Perfecto para engrasar los mecanismos del pensamiento. Termino el café, pago en la barra a la camera y salgo. Son ya las 9 de la mañana y tengo que ir a buscar a mi familia. Todavía quedan unas cuantas horas, algo más bulliciosas, para disfrutar de esta ciudad que tanto me gusta.
El bar cafetería del hotel se llama Caravinagre, hasta el peculiar nombre puesto en honor al kiliki más famoso de Pamplona me gusto. Volveré a esas horas y a otras a buen seguro.
Jolín, Kike, no veas cómo he disfrutado con la lectura de este post… y cómo he alucinado. Parecía un escrito mío a raíz de la gran cantidad de lugares comunes que he encontrado en él.
Para empezar, hace un año fui jurado del Campeonato de Pintxos de Navarra que se celebra en el Maisonnave y cayeron varios cafés (y más cosas) en el Caravinagre, así que conozco muy bien la calidez del bar y la profesionalidad de sus camareros y camareras.
Pero lo que más me ha gustado es el tono, porque soy de los que le encantan hacer lo que tu has hecho, pasear de madrugada por ciudades que se están despertando, o vagabundear sin más… además, la zona en la que te has «perdido», además de el hecho de conocer el bar, tiene una significación especial para mi, porque en los años en que trabajé en San Fermines, en un bar de la Plaza de la Navarrería, solía tener libres dos o tres horas por la tarde. Y en vez de irme de juerga, me gustaba ir a pasear por la zona de la Calle Nueva y la Plaza San Francisco, precisamente porque además de ser preciosa, era una de las más tranquilas de la ciudad, aun en plena fiesta. Y no se me va de la mente la imagen de Pablo Antoñana, a quien solía ver paseando solo, como yo, por esa plaza, recreándose en observar a los paseantes, a los niños que jugaban… luego con el tiempo me enteré de que Antoñana había escrito «Quien sabe estar solo, nunca está solo» y le comprendí perfectamente.
De todas formas, con lo que ya he alucinado en estéreo ha sido cuando comentas tu momento lúdico en el Born barcelonés. Precisamente, uno de mis «paseos solitarios» más gloriosos e inolvidables fue un día ENTERO vagabundeando por el cercano Raval barcelonés. Desde las 10 de la mañana hasta las 6-7 de la tarde. Tenía ganas de conocer el barrio y vaya si lo conocí. Me perdí por sus calles, probé tapas en cantidad de bares, bebí cientos de Moritz a gañote, me perdí en sus librerías, comí en una terraza deleitándome en el paso de la gente… y no me aburrí ni un solo segundo… de hecho, me fui porque había quedado, que si no me da el canto del gallo sin salir del barrio.
Lo dicho, me ha encantado tu escrito… y me ha recordado que cada vez tengo menos tiempo para dedicarlo al maravilloso arte de perderse en soledad… tengo que recuperar como sea esa vieja costumbre.
Me alegro de que hayas disfrutado con la lectura del post. Por lo que veo compartimos más de una afición. Sé que madrugas, lo que no sabía es a veces lo haces por gusto y no por imposición. A saber si un día nos cruzamos en alguno de esos lugares comunes que tanto nos gustan, todavía con los ojos legañosos, y buscamos juntos algún “Caravinagre” para tomar un café o lo que se tercie.
Espero que consigas tiempo para recuperar esa costumbre que compartimos de pasear cuando las calles no están ni puestas…