Tiene un comedor amplio con unas cristaleras que dan a la bahía de Pasaia, lugar que me fascina por su belleza decadente; grandes grúas portuarias, montones de chatarra, algún barco oxidado amarrado en Trintxerpe, la contaminante central térmica de Iberdrola que por fin se cerró en 2012, viejas naves abandonadas con historia… un lugar que ha conocido mejores tiempos pasados. Es de noche y se ven multitud de lucecitas del puerto brillando enfrente del comedor. La comandera es una delgada señora de cierta edad, que se mueve inquieta por todo el comedor, la espalda un poco encorvada, concentrada en lo que hace, toma nota de lo que queremos: almejas a la marinera, gambas plancha y de segundos bogavante y rodaballo. Me dice que se ha quedado sin rodaballo pero que el mero está muy bueno; acepto su propuesta. Me da la impresión de que a la señora no le gusta mucho dar palique, habla lo justo y siempre de forma educada. Se dirige al pozo que tienen en un extremo del comedor de donde con un sistema de cuerdas y poleas sube un cesto pletórico de bogavantes vivos, abre una portezuela, elige con esmero la pieza que le hemos demandado y marcha rápidamente a la cocina con la misera en la mano. En el fondo de ese goloso pozo, en otra cesta esperan su turno unas pacientes langostas.
Mientras nos traen la botella de Lagar de Cervera me fijo en ese comedor que tanto me gusta: las baldosas con ese encanto de lo antiguo, que los propietarios han sabido respetar, piedra de sillería en una pared, sillas y aparadores que han aguantado muy bien el paso del tiempo, camareras con impecables camisas blancas, chaquetas y falda azul marino sin ninguna concesión a las moderneces… no creo que en los últimos 50 años, o quién sabe si muchos más, nada haya cambiado en este lugar. Todo empieza antes de acceder al comedor. El coche hay que aparcarlo a la entrada de Pasai Donibane. Para llegar a Casa Cámara hay que dar un paseo por la estrecha calle “única”: pasamos por la casa donde se alojó Victor Hugo, nos cruzamos con algún turista y con viejos arrantzales vestidos con camisa y pantalón azul y el típico pañuelo de cuadros anudado al cuello, todo muy tópico o típico, no sé si celebran algún acontecimiento o siempre visten de azul mahón, cruzamos algunos túneles y llegamos al restaurante al que se accede por un coqueto patio desde el que se ve una parte de la cocina.
La sensación de que se ha detenido el tiempo continua cuando nos sacan los platos, las jugosas gambas a la plancha con una simple hoja de lechuga y el trocito de limón, las almejas a la marinera, riquísimas, en cazuelita de barro con la salsa en su textura justa (el bollo de pan se acabó untando primero el plato y después la cazuela hasta dejarla limpia). El bogante o misera, para mi gusto un poco gomoso, aunque tengo que decir que no es santo de mi devoción, así que puedo estar equivocado en mi percepción. A mi pareja le encantó, y tiene más experiencia que yo con esos bichos. El mero en su justo punto de cocción muy rico, eso si la guarnición curiosa, una gamba pelada, una almeja un poco reseca y un pisto a la antigua usanza, con las verduras blanditas y un sabor que a mí me recordaba a la canela. Después de preguntar a la camarera si llevaba la mencionada especia, vuelve de la cocina y nos dice que está condimentado con tomillo y romero, lo que me sorprendió y yo diría que fue el único toque “innovador” de todos los platos que comimos. La carta de postres es una curiosa pala de madera con un asa. Brownie de chocolate que pidió mi pareja y yo unas clásicas torrijas jugosísimas con las que terminé la cena.
Salimos del restaurante y en el coqueto patio nos despedimos de la señora comandera que seguía trajinando con brío y que pertenece a la cuarta generación de la familia Cámara, quienes están al frente del negocio desde 1884. Lo justo, un simple eskerrik asko y las consabidas buenas noches. Como casi todo en Casa Cámara… austero pero agradecido.
Fue una buena manera de celebrar mi cumpleaños.
Como siempre una buenisima descripcion y acercamiento al lugar y hechos.