“Licor de sagarmines” le llamamos en esta zona, también se conoce como “patxaka”, “basaka”, “sagarbasa” o “sagarmiñe”. Es un licor anisado de manzanas silvestres parecido en su elaboración al patxaran. He estado en casa de Txomin Serna embotellando lo poco que le quedaba de la última campaña, la recogida durante el otoño anterior.
En Narbaiza Hace ya unos años se cerró el bar de Rufino. Era uno de esos lugares donde se podían encontrar escobas de brezo, te podías cortar el pelo, ir a llamar por teléfono, o comprar una tirita; allí se servían copas de sagarmín casero que los propietarios embotellaban. Una pena que estas tabernas vayan despareciendo.
Txomin algunas veces sube al monte a recolectar este fruto y otras veces son otros vecinos los que le llevan sagarmines para que los ponga a macerar con anís. Para poder hacer unos cuantos litros hay que dar unos buenos paseos por el monte, y dependiendo de cómo haya sido la climatología, se recogen más o menos. Se encuentran dispersos y tardan en madurar poco tiempo; si no se está atento desaparecen rápidamente ya que vacas y yeguas dan buena cuenta de estás manzanas silvestres. No tiene mucho misterio preparar la bebida: Txomin simplemente pone a macerar las frutas en anís de 4 a 6 meses, dependiendo del grado de maduración que tengan y pasado ese tiempo lo embotella y a correr (o a beber).
Según parece era habitual su consumo entre pastores, sobre todo en todo el Pirineo navarro. No es habitual verlo embotellado en marcas comerciales; que yo sepa solo lo elaboran en Ordoki (Arizkun) y en Txopinondo (Askain). Tiene un bonito color dorado, sabor a manzana y no es tan dulce como su hermano el patxaran. Un perfecto digestivo o espirituoso para terminar una buena comida.
Como curiosidad he encontrado un texto de Camilo José Cela publicado en La Vanguardia en 1950, donde el escritor hace referencia a los sagarmines:
(…) Me contó un lego de San Silvestre — truhán, como es de ley, y seco como un sarmiento — que en una ocasión, estando el flautista soplando de su flauta allá por los pinares donde el Duero, aun niño, todavía se llama Duruelo, se le acercó una ardilla que le regaló un sagarmín y tres rositas silvestres, al tiempo que le dijo: — Señor músico, yo, aquí donde me veis vestida con la roja piel de la ardilla, soy una doncella encantada que no me desencantaré hasta que mis oídos escuchen, en una noche de luna, el tañir de una flauta que toque una tocata que se llama la «Pavana para una infanta difunta». ¿La querréis tocar? El andarríos Octavio se comió el sagarmín, se puso una rosita en cada oreja y otra en el sombrero, y habló de esta manera, con la voz fina que se pone para hablar a los corazones del bosque: —Gentil señorita: yo no sé tocar esa tocata que me decís, ni la he oído en mi vida, pero tampoco es ley que sigáis encantada y que, siendo doncella, viváis soda en el bosque, saltando de rama en rama. Os propongo que os vengáis conmigo. Yo ando despacio y no habéis de cansaros nunca, pero si algún día os cansarais o si quisieseis dormir, siempre encontraréis en el bolsillo de mi zamarra un refugio tan pobre como caliente y seguro.(…)